Discurso de graduación Clásicas 2013

Buenos días, familiares, amigos, compañeros… Poli… Muchas gracias a todos venir, y por acompañarnos en este día tan especial para nosotros. Antes de empezar, nos gustaría pedir disculpas anticipadas a todos por lo que van a escuchar, y rogamos encarecidamente a los profesores que no tengan nuestras palabras en cuenta a la hora de poner las notas que faltan.
Queremos cantar las batallas y los héroes que en este insigne Palacio han librado su peculiar odisea y, para ello, no se nos ha ocurrido otra cosa que intentar emular a nuestros autores más épicos. Que sea lo que los dioses quieran:
Hace poco más de cuatro años, iniciamos nuestras peripecias por el mundo clásico; en aquellos tiempos, aún jóvenes y llenos de ilusión, con nuestro Vox bajo el brazo y mitología en ristre, nos creíamos iguales a Aquiles, a Hércules, y a todos los héroes de la tradición, a los que nada ni nadie podía detener. Tardamos poco en darnos cuenta de que, más bien, nos parecíamos a Héctor tras despedirse de Andrómaca, a los hijos de Medea, o a cualquiera de los soldados de nombre poco importante que muriesen en Troya; la mitología servía de poco, y el Vox, si acaso, para llevarlo a la playa, y poco después, ni para eso. Esta primera etapa fue la del descubrimiento de los terroríficos exámenes parciales (que nos acompañarían por siempre jamás, hasta el fin de nuestros días, por los siglos de los siglos), del ablativo absoluto, y de otras muchas desgracias que jalonaron el inicio del mito de La Piña. No todo fueron cosas malas, en absoluto: al menos, teníamos compañeros de viaje con los que compartir nuestro dolor (algunos serían para toda la vida), grandes banquetes con los que ahogar nuestras penas, y deliciosos pinchos de jamón con tomate con los que perder nuestros denarios.
Llegado el segundo año, aún con algunos de nosotros resentidos por los recientes combates, creímos, ilusos de nosotros, que ya no podía ser peor… pero entonces caímos en un remolino de hipérbatos, discursos aduladores y párrafos inacabables que nos hacían perder el sentido (a algunos, literalmente), aderezados con conjuraciones y el descubrimiento de un extraño “idioma” llamado indoeuropeo; aprendimos, además, que la velocidad en el Olimpo se medía en yunques/luz. Unos huyeron despavoridos; otros sucumbieron al canto de las sirenas, y los que quedamos temblábamos ante las aterradoras historias que nos traían los que, antes que nosotros, habían afrontado tales retos. De este modo, seguía creciendo la piña, la camaradería, y seguía menguando nuestro bolsillo, porque habíamos descubierto la pizza de bacon.
Tercero se cernía sobre nosotros con la sombra de la criatura que los antiguos llamaban Tito Livio, pero nuestro ánimo se mantuvo henchido (porque más daño ya no nos podían hacer, más que nada). En nuestro camino nos topamos con la enigmática Esfinge, que nos retaba a desentrañar los secretos de la reconstrucción indoeuropea, facilitándonos para ello unos fonemas llamados laringales, cuya existencia algunos consideramos discutible. También nos encontramos con Eneas, Aquiles y Odiseo, protagonistas de las obras cumbre de la Antigüedad, y, aunque Virgilio y Homero son más listos que nosotros, nosotros somos lectores, y pudimos sortear los peligros del viaje sin problemas. Fue un placer guerrear con el de pies ligeros y el fecundo en ardides, y acompañar al hijo de Venus hasta el Lacio; pero la alegría nos duró poco, ya que, como Edipo, fracasamos al intentar huir de los hados, y tuvimos que vérnoslas con el tal Livio; no sabemos si fue cosa de Fortuna, de los dioses, o de que ya estábamos curados de espanto, pero muchos conseguimos tumbar esa Numancia. La piña aumentó un poco más pero, como siempre, no todo fue sufrir, y como compensación, pudimos solazar nuestros corazones con las fiestas de facultad, con visitas a villas romanas, y con tortilla gratinada.
Y, por fin, al cuarto año, divisamos el final del camino; ha sido el año de la comedia, con Aristófanes, o Plauto y su Miles Gloriosus (éxito de taquilla y de crítica), y también el de la tragedia, con Eurípides, Sófocles, historiografía… Asimismo, nos hemos adentrado en los entresijos de Horacio, aun a sabiendas de que es materia propia de veteranos, y no de jóvenes soldados, más cercanos a las pasiones de Catulo. También aparecieron los montaditos de criollo con alioli (o metecos, según a quién preguntéis), y de chichas, y de pluma, y de atún, y de queso de cabra...
Por si el lidiar con todo esto fuera poco, enemigos exteriores y poderosos vinieron a arrebatarnos lo que era nuestro, bajo la falsa premisa de que tenía poco interés y menos utilidad; sin embargo, la familia clásica se unió contra tan grande como inculto oponente y, con la ayuda de aliados foráneos, alejamos el mal de nuestras tierras, al menos por un tiempo, demostrando que, aunque no se nos paga por lo que hacemos, somos impagables.
Igual la épica se nos ha ido un poco de las manos. El viaje no ha sido tan cruel como lo hemos pintado y, aunque ha habido que trabajar duro, hemos aprendido más de lo que os podemos hacer ver hoy, nos hemos formado, como estudiantes, como filólogos y como personas. Y los clásicos nos han regalado la oportunidad de percibir la realidad de una manera más abierta.
Ha habido tardes de biblioteca y café (mucho café) proyectos inacabados y otros de dichoso término, espléndidas torres de libros en la mesilla de noche, y noches espléndidas. Hemos aprendido a disfrutar de los clásicos y nos hemos dado cuenta de que nuestro viaje en realidad apenas acaba de empezar.
Nos llevaremos muy gratos recuerdos de esta experiencia. Así, por ejemplo, siempre guardaremos las grandes citas de los clásicos. ¿”Alea iacta est”? No ¿”Carpe diem”? ¡Que no! “Odi et amo” ¡Por favor! Hablamos de citas realmente memorables, de las que se te graban a fuego en el cerebro y no se van nunca, cortesía de nuestros maestros: “Los temas en dental son la planta de reciclado a la que va a parar toda la mierda morfológica”; “La virtud está reservada para aquellos iniciados en los misterios”; “Las escaleras del Palacio de Anaya son una mezcla de expresidiarios y bellas ninfas”.
También supimos que los palacios micénicos no se destruyeron, colapsaron y que se puede morir, amablemente. Pero ojo, no sólo de perlas de veteranos vivimos los clásicos. Nosotros hemos hecho nuestros pinitos como filósofos modernos, y hemos dejado para la posteridad joyas como: “Mis camisetas son como el verbo εἰμί: atemáticas”; “A los castrati los capaban en leche para hacer torrijas”; “Dejad que las palabras hagan lo que quieran”; “Estoy muy contenta, porque llega el verano y os voy a echar de menos”; “Quitar a Caronte del Inframundo sería como quitar a Mario Casas de ‘El Barco’”…
Dado que nuestro ingenio es infinito, es mejor que acabemos aquí con nuestra antología y vayamos concluyendo este discurso. No podemos sino dar las gracias una vez más a nuestros padres por compartir y hacer posible esta peripecia, a los profesores por aguantarnos, hacernos reír y llorar, y por supuesto, a nuestros compañeros, que temerariamente, nos han permitido pronunciar estas palabras hoy.
Ahora nos aguarda la tarea de ofrecer sacrificios al sagrado dios del paro, y hacer cola para que el oráculo del INEM nos revele la senda del futuro. La verdad es que nuestro futuro es incierto, pero si hay algo seguro, es que somos muy felices, y libres.

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